lunes, 20 de diciembre de 2010

Promover la cultura de la vida: Por monseñor José Guadalupe Martín Rábago

Con cuánta frecuencia escuchamos los lamentos de padres de familia, de hermanos o parientes, en general que preguntan angustiados: “¿Qué puedo hacer?, tengo un familiar que se ha vuelto drogadicto” Esta pregunta encierra toda una tragedia que destroza la paz y la serenidad de la convivencia en el hogar, en el trabajo y en los ámbitos de encuentro humano.
Dar una respuesta honesta requiere antes conocer las raíces que producen esta adicción y atender, de manera integral, a la persona que cae en los tentáculos de este vicio que destruye la vida propia y la de las personas que están cercanas.

El Papa Juan Pablo II decía: "La droga no es como un rayo que cae en una noche luminosa y estrellada. Más bien es como un rayo que cae en una noche tormentosa". La noche tormentosa es la descripción exacta de la falta de rumbo y de sentido que experimentan muchos, especialmente jóvenes, en el contexto de una cultura consumista, egoísta y sin apertura a la dimensión trascendente de la vida. El ambiente en que vivimos ha llevado a la convicción de que es más en la medida que se tiene más. Para muchos jóvenes están cerradas las puertas a posibilidades de alcanzar estilos de vida que presentan los medios de comunicación como los paraísos de la verdadera felicidad.

Esta carencia de sentido en la vida se da también entre jóvenes de clases medias y altas; viven sin encontrar razón a su existencia: el presente les parece monótono y gris; el futuro se les presenta demasiado incierto. Junto a este malestar interior hay que señalar la falta de momentos para dialogar con personas que puedan escuchar y ser capaces de comprender sabia y cordialmente lo que atenaza el corazón de los adolescentes y jóvenes. Se puede decir que la drogadicción no es sólo responsabilidad de las mafias perversas que envenenan a quienes atrapan en sus redes; es también responsabilidad de quienes van creando ese ambiente malsano que hace imposible respirar el oxígeno del gozo por vivir, de la esperanza que alienta a la superación y a la experiencia de un Dios, principio y fin de toda vida humana.

Con sinceridad debemos reconocer que sacar a un adicto de la droga es muy difícil, pero no imposible. Se debe luchar contra organizaciones que utilizan métodos mafiosos y poderosos vínculos en todos los niveles; por otra parte la falta de valores en muchas familias de todas las clases sociales, la pobreza que golpea drásticamente a más de la mitad de la población en nuestra patria, la exclusión de oportunidades para superarse, son realidades que están ahí y que complican los caminos que llevan a vivir una vida libre de drogas.

El principal camino es la prevención educativa que debe ofrecerse de manera mancomunada por todos los que tienen responsabilidades en el acompañamiento cercano de los adolescentes y jóvenes. Es necesario despertar la conciencia de todos los educadores para que asuman con seriedad que la situación es grave y que rehuir el compromiso es hacerse cómplice en esta tragedia.

En base a experiencias de quienes trabajan en la ayuda a drogadictos podemos ofrecer tres caminos concretos:

- Promover una cultura de la vida, alimentada en la convicción de que toda persona humana está llamada a ser feliz y a vivir libre de esclavitudes, como lo es el falso paraíso de las drogas.

- Despejar la falsa ilusión de que a la adicción se entra y se sale fácilmente. Es verdad que muchos, con gran esfuerzo y apelando a diversas ayudas y tratamientos, logran recuperarse; el amor de Dios se acerca a quienes se disponen a crecer en dignidad. Sin embargo queda una experiencia grabada en el cerebro y en el código de cultura que hace muy vulnerables a quienes han estado atrapados en la droga y necesitan mantener constantemente apoyos que les eviten las recaídas y alejarse de personas y circunstancias que estimulen sus inclinaciones.

- Hay que cultivar la práctica de la denuncia de quienes están destruyendo a la humanidad con el escandaloso comercio de la droga.

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