lunes, 12 de diciembre de 2011

COSAS QUE PASAN


Aquel sábado de antemano sería diferente, no era casualidad que el viernes en la noche me acostará un tanto fastidioso ya que uno de mis días de descanso, donde dormir hasta tarde es una constante, no sería así. Estaba invitado a un programa de radio matutino y aunque es algo que adoro, aquel sábado quería dormirlo porque la semana, algo poco usual, se tornó agitada.

Hasta último momento estuvo latente la idea de tomar el teléfono y fingir una enfermedad para cancelar la cita sin embargo no junte el coraje y lo deje pasar.

Además las 8:30 no era madrugar el encuentro era a las 9, como máximo se extendería hasta las 10, “me levanto, me lavo rápido la cara, me cambio, agarro el auto y me voy. Desayuno a la vuelta”; dije en voz alta mirando al techo que presumía ser inalcanzable.

Era casi medianoche y antes de terminar la frase final del rezo nocturno mis ojos se cerraron.

El celular sonó pero no con su sonido tradicional por unos instantes dudé si había cambiado la melodía, al tomarlo comprobé que estaba equivocado, apenas eran las 8 y un mensaje nuevo “Nos demoramos unos minutos, 9:30 largamos”. No esperaba dibujar una sonrisa en mi rostro tan temprano ese día, de reojo miré la ventana que soportaba estoica el golpe de las frías ráfagas de ese julio helado y me dispuse a descansar con felicidad esa media hora más que el destino me obsequiaba.

A las 9 tome el celular y la esperanza de un nuevo mensaje duró lo que un castillo de naipes aguantaría en esos momentos afuera donde el viento sur continuaba rabioso.

Con pasos taciturnos fui al baño, en 10 minutos ya estaba cambiado. Recién cuando me puse la campera mis dientes dejaron de moverse; con pesimismo se me ocurrió que seguro sería el día más frío del año.

Al abrir la puerta el invierno me dio un cálido abrazo, aunque parezca paradójico. La mañana estaba gris pero seguro no llovería las nubes se mostraban altas.

Al mover los portones del garage, cambié de parecer, saldría con bufanda; tras arrancar el auto para que vaya calentando, ingresé a mi casa. Me demoré un poco más de lo calculado pues la bufanda no aparecía, finalmente volví sin ella, una cadena de insultos acompañó mi salida, extrañado y un poco asustado desde un rincón mi gato observaba la situación y en su inconsciente pensaba que aún no había sido protagonista de alguna travesura como para que me dirigiera a él; estaba en lo cierto la culpa era de la bufanda.

Solo faltaban 10 minutos, lo que hizo que la lentitud del camión que pasaba por mi calle fuera más molesta que lo habitual. Mi vecino quizás haya sido espectador junto al gato pues de buen modo cerró el portón y me hizo señas que siguiera, con el pulgar hacía arriba le agradecí.

Al llegar al semáforo el amarillo se hizo rojo y yo le lance un insulto a mi suerte, a la bufanda y quienes habían impuesto las leyes de tránsito. Lo clásico en un escenario irreversible donde las consecuencias no son culpa de nadie.

Para aumentar mi enojo no venía nadie de ninguna de las otras direcciones y tras unos segundos decidí cruzar en rojo “si no lo veo no es delito” me dije y mis oídos fueron presos de las sirenas de la policía.

Ante el ruido me demoré unos segundos por temor y la luz verde apareció, con vehemencia salí de la esquina pero solo avancé medía cuadra y mis reflejos accionaron el freno, un camión sin respetar prioridades ni derechos dobló a una velocidad extraordinaria la esquina. Quizás la mezcla de sorpresa, susto y somnolencia me hizo verlo casi en dos ruedas al completar la maniobra.

Retomé la marcha con alivio, por centímetros no estuve en su camino lo cual hubiese sido catastrófico. Llegué a la radio, apresurado pero con delicadeza estacioné; sobrando miré la rueda que rozaba el cordón “son años” suspiré.

El reloj decía 9:31, levanto la vista y un transeúnte frente a mis ojos en la puerta del local se agachaba para recoger algo del suelo, que yo ya había observado tirado en el momento que el espejo retrovisor me alertaba que el auto de atrás estaba cerca. Su sonrisa y el acercamiento a él me revelaron que era un billete de $100, con sospecha su vista recorrió el panorama casi temiendo que alguien reclamará el tesoro; eso no pasó y fugazmente desapareció.


“Si llegaba y 29, el afortunado hubiese sido yo”. Cerré los ojos y al instante la bufanda, el camión que pasó lento y demoró mi salida del garage, el no pasar en rojo recorrieron mi mente y un sentimiento de enojo me invadió, cuando escuche una voz que decía “O quizás no llegabas”.

Cuando mis pupilas volvieron a ver el día, me sentí encandilado y la voz ya se iba. Solo observé su cabello y se perdió.

Yo se que suena raro, era imposible que se pierda porque la calle era larga y estaba vacía, era impensable que me haya encandilado pues el día estaba nublado pero lo más sorprendente es que él me haya escuchado pues solo había sido un pensamiento, mis labios nunca engendraron la voz.

Y fue ahí cuando me di cuenta de la suerte que había tenido “Si yo no perdía esos instantes buscando mi bufanda, si el camión no hubiese pasado lento para demorar mi salida, si en el momento que intentaba pasar en rojo mis oídos no habrían alertado la sirena de la policía y cruzaba, el camión que maniobró con imprudencia en la esquina habría impactado directamente con la puerta de mi auto, yo habría sido su blanco mortal”.

Un escalofrío me hizo temblar y confundido miraba el cielo como agradeciendo. Desde adentro mi colega me llamaba: “¿Eh sos sordo vos? Hace rato que te grito y nada, apurate que ya termina la tanda y te presento”. Casi sin importancia mire y balbuceando respondí “Ya voy”.

“¿Sordo yo?, privilegio tienen mis orejas, si ellas escucharon la sirena” y como un relámpago un misterioso pensamiento se apodero de mi mente, “Y la policía ¿porque no apareció luego?, no debe haber estado muy lejos para que la escuche y yo perdí tiempo al frenar por el loco camionero”.

Nuevamente la voz se hizo escuchar “Quizás no fue sirena de policía”. Levanté la vista y en la esquina un silueta blanca e iluminada, de rostro indescifrable por la lejanía y el contraste de luz levantaba su mano derecha para saludarme y doblar con paciencia la cuadra.

Vertiginosa fue mi carrera para llegar a la esquina pero en el horizonte de la perpendicular a la que había doblado ya no se lo veía. Agitado me agache y agradecí al destino porque yo no había perdido $100, yo había ganado una vida.

Silbando retorné al local para ingresar finalmente a cumplir con mi compromiso. En ese momento también sentí gratitud por no haber puesto la excusa de estar enfermo, porque el programa se había tardado media hora para iniciar y por mi vecino que se dispuso a cerrarme el portón, ya que sino fuera por ello, aquel sábado no me podría haber enseñado que el destino es un efecto dominó y en la vida una pequeña pérdida es sinónimo de una gran victoria.

Por Pablo Abelleira

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